La vida del artista se basa en la confianza. Empiezas por confiar en ti mismo y sigues por confiar en que lo que haces puede gustar a los demás, aunque tu trabajo no deje de ser un canal de expresión de tus sensaciones más íntimas.
Cuando ves que lo primero ya se empieza a acompañar de lo segundo, entonces empiezas a confiar en que puedes llegar a ser alguien en este mundillo controvertido... Nada serio, simplemente esperas un mero reconocimiento de tu gente cercana: familia, amigos, compañeros y una pizca de gente anónima que acaba sumándose a la causa.
Después de cierto tiempo: años, lustros, décadas... Te das cuenta de que lo realmente justo sería poder vivir de lo que llevas haciendo durante todo ese tiempo atrás. Has dedicado tiempo, conciertos, aprendizaje, esfuerzo, dinero, pasión, fusión, risas, llantos, amor, dolor... Y entonces, confías en que algún día podrás vivir de la que comienzas a creer que es tu profesión.
Llegado este punto, corres el riesgo de invertir las polaridades de tu cometido. Entonces confías en volver a aquel inocente estado primario de la simple confianza en ti mismo y recuperar la mera satisfacción de hacer algo por pura inspiración, diversión, intuición, emoción, comunicación, pasión... Sin estúpidas espectativas que, a menudo, poco tendrán que ver con el arte.
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